sábado, 8 de agosto de 2020

El impensado verano de 2020

 20 de julio, lunes

Primer día de vacaciones. Es extraño escribir el diario del viaje en casa, tan tranquilo en mi escritorio. Hasta ahora los diarios tenían un letra precipitada y poco firme, escrita apresuradamente en tabernas mal iluminadas, o entre traqueteos de los trenes y autobuses que me llevaban a lugares insólitos.

Me he obligado a escribir igual que me obligaba a vestirme como si fuera a la oficina cuando teletrabajaba. Esta imposición me ayuda a situarme mentalmente. Estoy en casa, pero entonces estaba trabajando, y ahora sigo en casa, pero estoy de viaje.

El primer día, la aventura ha sido más bien retrospectiva. No he salido y he aprovechado para poner un poco de orden en las fotografías que acumulo. Cuando iba por el mundo con cámara analógica, con tres carretes cubría dos o tres semanas de viaje, ahora, con la digital, puedo traer cien fotos por día. Eso significa tener muchas carpetas y muchos archivos en el disco duro, a veces me imagino su equivalente físico. Tendría una habitación o un pequeño almacén, seguro que lleno de polvo, con álbumes, con cajas repletas de negativos. Recuerdos a los que vuelvo sólo cuando no estoy creando otros nuevos.

Estuve revisando las fotografías de Kazajistán, qué gran viaje: cientos de kilómetros desde una ciudad futurista en medio de la estepa a los desiertos y las montañas del Sur, pasando por la ruta de la seda y por las cenizas del gulag. Hasta que recibí una videollamada de José. No la esperaba. Hablamos de cuando nos conocimos en Cabo Verde, le conté mi vida reciente, mi decisión de no salir de casa. Creo que no me entendió. Parecía preocupado.

 

21 de julio, martes

Hoy tampoco he salido. Al menos aquí puedo estar sin mascarilla. Anoche me quedé viendo una serie hasta la madrugada, así que me he levantado tarde.

Tampoco tenía prisa. He viajado hasta la cocina para ponerme un buen desayuno antes de atreverme a buscar mi último diario de viaje. Como imaginaba, está incompleto. No quise escribir durante mis últimos días en Cabo Verde.

No faltaba detalle de los primeros. Del ambiente de Mindelo, con sus coloridas casas coloniales donde se esconden bares con patios al aire libre y la música, y Cesárea Évora, son omnipresentes. Ni de los días que pasé en Santo Antão. La vertiente Oeste de la isla es desértica y ocre, hasta llegar a un desfiladero en el que regresa la vegetación y desciende hasta la enorme playa negra de Tarrafal, y hasta el mar. El Este es un paraíso senderista de valles, cráteres, costas escarpadas y pueblitos, por donde vagué durante días.

El diario termina en ni última noche en Santo Antão. Lo escribí bebiendo una cerveza frente al mar. Al día siguiente tomaría el ferry a São Vicente y un vuelo a la isla de Sal, donde teóricamente me esperaban un par de jornadas apacibles, de buceo y de playa.

Todo cambió de forma repentina. Había vivido ajeno a la pandemia que ya asolaba Europa. En Cabo Verde aún no había casos, al menos confirmados, hasta que, aquel día, llegó el pánico o la paranoia y se cerró el espacio aéreo. Cancelaron mi vuelo de vuelta y, después de sopesar la alternativa de quedarme una temporada en la isla, comencé una vorágine kafkiana en la que un posible vuelo de repatriación aparecía y desaparecía, así como mi nombre de su lista de pasajeros. Entonces conocí a José y a Milú de Funaná. Tras varios días angustiosos, una noche en el aeropuerto de Las Palmas y un trayecto fantasmal en autobús desde Barajas, conseguí llegar a Zaragoza. La experiencia me dejó un poco tocado.

 

22 de julio, miércoles

Viajar por la ciudad en la que vives es una experiencia curiosa. Zaragoza tiene sus atractivos y en verano suele estar desierta, así que es fácil mantener la distancia social. Para evitar el calor he salido temprano a perderme por el Casco Viejo. Hay rincones con encanto si los sabes buscar. Restos de la ciudad romana, medieval y renacentista, un tanto aislados, pecios urbanos de otra época: murallas, arquitectura mudéjar, palacios de ladrillo.

Ha sido un viaje agradable, aunque no sé si mañana volveré a salir. Quizá vaya al parque.

 

29 de julio, miércoles

Hace una semana que abandoné este diario. El día 23 había empezado sin grandes novedades, parecía destinado a un viaje interior.

A mediodía sonó el interfono. Era José.

-         ¿Qué haces tú aquí? – pregunté riendo.

- -      -  Vengo a secuestrarte.

Pensé en resistirme, pero al comprender su gesto, al verle en persona, se despertaron en mí las ansias de ver mundo que nos asaltan periódicamente a los viajeros empedernidos. Ese espíritu se reveló con extraordinaria violencia contra los intentos de soterrarlo que había mantenido durante meses.

-           - ¿A dónde me llevas?

            -  Eso no importa.

José me había hablado en Cabo Verde sobre su forma de viajar, en la cual la improvisación es un pilar básico. Me pareció una alternativa óptima. Subí a su coche con lo justo: mascarillas, gel hidroalcohólico y papel higiénico.

Ha pasado una semana y hemos atravesado valles, páramos, cordilleras. Hemos visitado parques nacionales, pueblos abandonados, castillos y torreones. Hemos frecuentado pensiones y bares de un nuevo tipismo. De un tipismo embozado pero todavía libre. Dejándonos llevar por el instinto y los acontecimientos conocimos a un georgiano y jugamos al mus con un marqués. Hace dos días, alcanzamos las Rías Bajas.

Hoy me he levantado con resaca, muy tarde. Ahora ya atardece mientras escribo este diario, sobre la cubierta de un pesquero. Por eso la letra vuelve a ser precipitada y poco firme. Creo que están preparando la cena. Huele a marisco, a salitre y a aventura, y José, conchabado con los marineros, no ha querido decirme a dónde vamos.


1 comentario:

Jose dijo...

Te está gustando este viaje eh!?!?!! ...lo sabía. Sé que tienes el cuerpo molido tras el hike de mas de 24 km por las montañas de Silesia con posterior “cervezada” que hicimos ayer. Pues... espabila que ya vamos al aeropuerto!! Jose