jueves, 19 de diciembre de 2013

Deadwood

Dr. Strangelove: He ido posponiendo durante meses la visión de los últimos capítulos de Deadwood, no quería que terminase para mí, sobre todo sabiendo que la serie fue cancelada por la HBO y que no iba a haber un final bien cerrado. Pero ayer ya no podía más. Después de ver una película infame que no levanta ni la presencia de Eva Green (Perfect sense), merecía algo mejor.

Se conoce la predisposición goliardesca a las películas del Oeste en los días de resaca, óptimas para escapar del tedio degradado de nuestros cuerpos mediante la pérdida de la noción de lo cotidiano, embebiéndonos de sus paisajes a veces desérticos, a veces de montaña, casi siempre fronterizos, y de la hombría de esos centauros que valen según lo rápido que desenfunden, que juegan al póker y beben un whisky seguro nefasto.

Deadwood es eso y mucho más. Tiene el encanto del género prototípico pero aderezado con una crudeza y una profundidad propias del mundo de la televisión postsopraniano.

En Deadwood vemos una alegoría sobre la civilización, sobre cómo se trata de instaurar el orden en el caos, en el caos que domina un pueblo recientemente erigido a la sombra de unas minas de oro. La única ley que impera es la del más fuerte, quizá también la del más listo, y eso no se muestra con la épica de las películas de la edad de oro del western, sino con toda su miseria y toda su brutalidad. Para que nos entendamos, de Deadwood hasta el mítico Wyatt Earp tiene que salir por patas.

Muchos personajes están inspirados por sujetos históricos, y podemos decir que se trata de una obra realista donde salpican el barro y la mugre, pero, ay, ojalá la realidad fuera tan crudamente hermosa. Empezando con los diálogos, creo que sólo comparables con los de The Wire, ¡qué barroquísima belleza aderezada de tacos! Unos frikis se dedicaron a contar el número de palabras derivadas de “fuck” que se decían y les salió que casi dos por minuto, aunque el insulto que más retumba en la serie es el también omnipresente “cocksucker”.

Y ni esa calidad de los diálogos ni la perfecta ambientación distraen de la cantidad de acontecimientos que suceden. Porque esa alegoría de la civilización da para muchas tramas bien desarrolladas y con multitud de clímax. Para ello se sigue  un amplio abanico de personajes atrayentes y más o menos carismáticos por los que el guión demuestra un continuo coqueteo y amor, aunque se trate de personajes detestables.

Dentro de una obra coral con quince o veinte personajes bien construidos, destaca uno: Al Swarangen, el Maquiavelo del burdel, al que se empieza casi odiando y se termina por profesar una total aunque temerosa idolatría. Ian McShane se come la función con sus excesos verbales, con sus maquinaciones y su tendencia a soltar peroratas mientras alguna de sus fulanas le vacía bucalmente las gónadas.

Podríamos hablar de muchos personajes, quizá el único que se quede corto es el que parecía iba a ser el protagonista, el Sheriff Bullock, que no saca partido del papel de don Quijote contra el mundo. Sí lo sacan otros que podrían haber sido anecdóticos, como los sirvientes disminuidos del lupanar de Swarangen y del hotel, o la propia tropa del proxeneta, uno de cuyos miembros protagoniza en la temporada tres la pelea más brutal que he visto en una pantalla junto a la de Viggo Mortensen en Promesas del Este.

Vean Deadwood, pisen el lodazal, y alégrense de poder hacerlo desde sus cómodos sillones.