Nuestro más intrépido reportero nos envía el siguiente documento:
“Después de dos días de desenfrenado jolgorio no tenía el cuerpo para muchos alardes, pero eran las fiestas de la ciudad y desde que estoy infiltrado en el tenebroso mundo de los negocios mi necesidad de evasión vía alcohol y drogas es aún más acusada de lo normal. No pierdo oportunidad ninguna de olvidarme de la mierda en la que me metí por culpa de los goliardos castigando mi cerebro y mi hígado. Quizá un día cuente cómo llegué a tan estúpido compromiso con estos abyectos vividores.
El caso es que después de dos días de borrachera, conciertos, sustancias ilegales, masificación y pérdida de la identidad pensaba que el tercer día no me iba a ofrecer algo muy diferente, pero terminó siendo el más extraño de todos.
Quedé relativamente temprano (si consideramos que me había levantado a las seis de la tarde) con Mr. C., goliardo elegante donde los haya (y más bien pacífico si lo comparamos con el resto de canallas) para tomar un vino en el Hanna Fritz. Allí recordamos que las cosas durante el Pilar no son lo que parecen o lo que suelen ser. Este garito que tira más bien a pijo nos recibió con un olor a pies desmedido y fuera de lugar. No tardamos en darnos cuenta de que el ambiente en general era extraño: había peñistas, un montón de carritos de niño, gente muy mayor y gente muy joven y, lo realmente malo, un tipo en la barra que sustituye a la bellísima camarera habitual y que nos sirve un vino de batalla que tampoco tiene nada que ver con los que ofrecen en otras ocasiones. Salvo esto último lo demás no nos importó gran cosa, somos gente selecta pero también todoterreno y disfrutamos de cualquier ambiente atípico.
Nos marchamos después en dirección a una obra de teatro en la calle y nos topamos con una mujer a la que le está dando un ataque epiléptico. Su hija estaba reaccionando de forma histérica y la gente comenzaba a formar un corrillo para ver el espectáculo. Nos aseguramos de que todo estuviera bajo control y huimos de tan morboso ambiente para ir a por un programa de fiestas a la oficina de turismo. Estaba cerrada. Eran las 20:57 y, sobre el papel, abría hasta las 21, pero tras una larga experiencia en este tipo de cuestiones sé que luchar contra ellas es inútil.
La obra de teatro no consiguió atraparnos, era demasiado seria para el ambiente distendido de la plaza (gente de farra, botellón, niños corriendo y jugando de lado a lado) y para nuestra capacidad de concentración, así que nos arrastramos entre las hordas de gente hasta la carpa del ternasco de Aragón, donde tocaba una orquesta horterica y donde habíamos quedado con Mr. L. y Miss. E. para cenar. Nuestra intención era comer un bocadillo cuando nos avisaron de que iban a tardar más de media hora en servirlo. Para sorpresa de los presentes, Mr. L., uno de los mayores culosinquietos del mundo, compró una botella de vino con la que hacer tiempo y soportar la espera. Durante la misma llegó Miss. I. con una dosis providencial de nicotina y me enamoré y desenamoré de una muchacha con cara de malvada y un novio que apareció justo a tiempo de reventar mis ilusiones. Mr. C. estaba mientras triunfando con unas maduritas, pero sus escrúpulos y el recuerdo de su novia le impedirían seguir adelante hasta conseguir que introdujeran un billete de 500€ en su pernera.
Entre el primer y último bocadillo que nos sirvieron pasó más de una hora, de forma que para cuando el último hubo terminado su cena, el primero ya había hecho la digestión y estaba por pedirse otro bocadillo, pero abortamos este plan que podía haber desencadenado una espiral casi infinita y fuimos a tomar copa y puro a un bar cercano. Seguimos luego a unas mujeres sin mucho éxito para terminal en el Sol, donde habíamos quedado con dos goliardos más: Mr. G. y Ze Tubarao. Este último llegó de la fiesta de la cerveza, como era de prever, con una toña de proporciones épicas que iba a alterar el equilibrio en que vivíamos. A partir de este momento los recuerdos se difuminan dificultando como tantas veces el establecimiento de una frontera entre la realidad y la ficción.
Llegamos al casco viejo y estaba lleno de gente, pero no tanto como en el principio de los tiempos (de los goliardos), cuando uno no decidía a dónde ir sino que la marea le arrastraba hasta el bar que le conviniera. Pasamos por la Pianola, garito pequeño donde suelen poner buena música y donde adoptamos a un sevillano despistado, para luego ir al Corto Maltés, ignorantes de la tormenta que se estaba preparando.
Me separé un momento de los goliardos para ver a unos amigos del mundo de las artes que estaban en el Moog, reserva roquera del casco frente a la creciente invasión de bisbales y ritmos apestosos supuestamente latinos. Mientras le pido una cerveza a la camarera, una suerte de Pilar Rubio del metal muy atractiva, llega Mr. G., a quien seguiría poco después Miss I. junto al resto de goliardos. La tormenta de la que hablábamos fue una violenta discusión de pareja que superó con creces las de los míticos Pimpinela y que se saldó con la huída de los implicados ante la mirada atónita de la embriagada fauna del casco.
Los goliardos supervivientes sentimos mucho lo ocurrido y tuvimos que seguir entregándonos a la dipsomanía (muy a nuestro pesar). En el largo periodo de confusión etílica subsiguiente hubo abandonos, pérdidas, reencuentros, etcétera, y seguro que más cosas que no recuerdo. Por entonces tuve el valor de entrar en La Recogida, donde el riesgo de encontrarme con una antigua novia que rondaba la ciudad era altísimo. Me libré, pero luego, en La Casa Magnética se cruzó en el camino otro personaje capaz de revolver mis perjudicadas neuronas y entrañas y comprendí que era el momento de escapar.
Lady E. se ofreció muy amablemente a echar la última en la calle la Paz tras el siempre penoso camino de vuelta desde el casco en los días de borrachera. Entramos en el Candy Warhol, que seguía abierto a pesar de lo avanzado de la hora y bebimos conversando bajo los jirones de humo, algo sentimentales, quizá embaucados por una música que invitaba a la melancolía o por una resaca prematura.
Cerraron el bar y nos despedimos. Era tarde, había sido una noche larga y repleta de extraños acontecimientos que se arremolinaban en los ebrios pantanos de mi memoria. Debía ir a casa, estaba acabado. Entonces me encontré con el amigo de una amiga que me animó a llamarla. No respondió, pero vi que el Belmondo estaba abierto y creí oportuno entrar a pedirle disculpas a la camarera por mi comportamiento del viernes previo. Lo hice y me disponía a irme definitivamente por no encontrar a nadie conocido cuando sentí sobre mis vidriados ojos la mirada de una hermosa y alcoholizada fémina. Tras unos segundos de estupefacción reaccioné:
- No me mires así que no soy de piedra – le dije junto a su cuello.
Ella se rió y me siguió mirando con sus ojos ebrios de deseo y de alcohol. Añadí:
- Y... ¿además de una mirada tan turbadora tienes nombre?
- Sí, M****.
- Yo soy Hunter.
- Encantada – dos besos de sugerente cercanía.
- Cuéntame, ¿eres belleza local o belleza extranjera?
- Local, gracias.
Volvió a sonreír. Todo iba viento en popa, ya meditaba sobre la conveniencia de pedir más alcohol, pero a veces el destino es cruel y entonces apareció la típica amiga cortarrollos para protegerla de sí misma o de un personaje de confusa procedencia como yo. Traté de recuperar el favor de la aturdida ninfa pero fue en vano, su supuesta amiga aplicó una defensa espartana impenetrable y me tuve que retirar con mi borrachera a otra parte, a mi cama concretamente, donde me esperaban mis fieles y queridas sábanas junto al olor de la derrota. Y mi cama me cobijó amablemente hasta que me levanté borracho horas más tarde, dispuesto a ir otra vez de farra."