Tras la pertinente validación por parte de Miss Howley, que comprobó que las lágrimas de Spiderman eran reales y tan abundosas que llenó con ellas una gran crátera, Lobo de Bar se enfrenta a su segunda prueba. Ha decido afrontar el reto que más satisfacciones y más sinsabores puede acarrearle. Una prueba que podría ser una fuente de placer y, sin embargo, le infunde terror: tratar de follarse a una pija.
No son pocas las ocasiones en las que se ha enfrentado a tan inalcanzable desafío, profundamente alcoholizado, durante noches tenebrosas - transcurridas en bares no merecedores de tal nombre - que terminaron perdidas en algún irrecuperable rincón de su memoria.
En los conciliábulos goliardescos trataban el tema con asiduidad, ya que todos sus miembros, también los femeninos, albergaban el poco oculto deseo de yacer con una fémina de alta cuna, pues coincidían en admirar sus atributos, según alguno de ellos resultado de la selección natural, ya que los hombres de buena posición disfrutan del privilegio de poder elegir a sus parejas entre lo más selecto del plantel de mujeres del mundo, generalmente guiados por criterios estéticos, para luego engendrar nuevas bellezas – con excepciones, claro está - a las que educan y visten según las costumbres de su acaudalada tribu y que se convierten por estos motivos en lo que de forma ordinaria conocemos como “pijas”.
Dichos conciliábulos resultaban, cuando el abuso del alcohol y otros estupefacientes no nublaban sus sentidos, sagacidad y capacidad decisoria, en planes de asalto complejos, de cuidada elaboración, que a la hora de ser puestos en práctica producían sonoros y continuos fracasos. Ni siquiera el Profesor Gladiolo, empedernido romántico y goliardo insistente, víctima habitual del enamoramiento fortuito, que tanto lo había intentado, consiguió jamás, por mucho que empleara las más depuradas técnicas de seducción (que incluían invariablemente el envío de canónicas flores y ardorosos poemas), otra cosa que el rotundo rechazo o, a lo sumo, insatisfactorias relaciones platónicas.
Sabedor de la dificultad del reto al que se enfrenta y de los peligros que entraña, Lobo de Bar bebe vodka a palo seco en su cuartel general. Y decía peligros, porque realmente los hay, y graves. El peor de ellos es la muerte por erección, un final terrible que ha acabado con no pocos goliardos a lo largo de la historia, cuando la exposición excesiva a los encantos de una hembra de la alta sociedad, género que en no pocas ocasiones presenta el vituperable comportamiento de la cockteaser o calientapollas, se había traducido en una afluencia masiva del riego sanguíneo al miembro viril, y esto, al descuidar el suministro a otros órganos vitales, terminaba resultando letal.
Pero Lobo de Bar es valiente, por no decir temerario, y no se achanta ante tamaños riesgos, menos aún después de clavarse dos botellas de vodka como acaba de hacer. Y para llevar a buen puerto la imprudente empresa, ha solicitado la ayuda de tres goliardos de pro que todavía no han sucumbido del todo al amansamiento que se ha propagado como un vídeo viral entre la mayor parte de los integrantes del grupo. Se trata de El dulce goliardo elegante, rara avis de la especie, capaz de sobrevivir a los ambientes insanos en los que suelen moverse las pijas; el incansable pelirrojo perseguidor de féminas conocido como El heladero; y la wild card Zé Tubarao, experto en romper el hielo, pero también en provocar situaciones salvajes y no pocas veces bochornosas, sobre todo cuando se transforma, después de un consumo abusivo de ron, en diablo de Tasmania.
Los tres han llegado al cuartel general de Lobo y se avituallan en su museístico mueble bar. Una vez informados del carácter y objetivos de la misión, debaten:
- Esto no me gusta – protesta Zé Tubarao –, va en contra de las normas del buen goliardo. Cuando se sale de farra se sale, no se va a pillar. Hay que dejar que la noche fluya y, si los astros se alinean y surge, lo cual nunca sucede por nuestra propia voluntad, se pilla.
- Comprende, Zé, lo extraordinario de la situación.
- No me pidas que sea racional, no sé hacerlo. Además, para motivarte no hacía falta tanta parafernalia, con decir “a que no hay cojones a…” hubiera bastado.
- Pagaré todas las copas que te tomes.
- Trato hecho.
- ¡Coño!, ¿y las nuestras? – inquiere El heladero.
- También, es lo justo, aunque, me cago en la puta barata de Farlete, me va a salir la noche por un pico.
- Es lo que hay – sentencia Zé Tubarao.
- Todo sea por alcanzar el Olimpo de los goliardos.
Brindan para sellar su acuerdo.
- Si se me permite intervenir – habla El dulce goliardo elegante – diré que agradezco tu invitación, pero creo que no estamos planteando bien la estrategia.
- ¿A qué te refieres, Edge?
- A que yo, que me he movido en esos ambientes, considero que la maniobra de aproximación no debe hacerse en un bar a las tantas de la mañana con una melopea de aúpa. Tendrías más posibilidades si fichas a tu objetivo en un entorno más calmado, digamos: en misa, y la abordas poco a poco, primero con miradas, luego mediante un encuentro casual, la solicitud de una cita, una serie indeterminada de cenas románticas y, según la liberalidad de la víctima, o un paulatino paso a mayores o una solicitud de matrimonio que termine en la ardiente noche de bodas.
- ¡Imposible! No tengo tanta paciencia y, menos aún, ganas de casarme, por no decir que si celebrase mi boda lo más probable es que se me fuese de las manos de forma que no podría consumar el matrimonio esa noche, incluso en el caso de que la pija no descubriera en el evento mi verdadera naturaleza y me mandase a escaparrar.
- Pues, cuando menos, deberías haberte equipado para la misión, sigo creyendo que suicida, con vestimenta más adecuada: camisa (imprescindible), dockers o pantalones de pinzas, reloj caro, náuticos o, mejor aún, castellanos, gomina...
- Me envías a una muerte segura. Esas no son mis armas. Son las que utilizan los pijos que habitualmente se las trajinan. Tengo que valerme de mi encanto natural y hacer de la diferencia una virtud.
- Esa táctica jamás te ha funcionado.
- Es cierto, pero porque no la he utilizado bien. De todas formas, tu pesimismo no es de ayuda alguna.
- Yo sólo soy realista, mas no te preocupes, lo pondré todo de mi parte, y que sea lo que San Bukowski quiera.
- Sea.
El heladero se impacienta y sugiere que marchen ya, “de una puta vez”, a “cualquier bar en el que haya pájaras”. Sus compañeros están de acuerdo, y también atienden a su recomendación de llevar complementos en su aventura: sombrero, gafas de sol y boa, porque “son un talismán para las tías”.
Se sirven una copa en vaso de plástico para amenizar el trayecto y salen a la calle. La noche es espléndida: veintisiete grados, viento del sureste apenas perceptible, cincuenta y cuatro por ciento de humedad, nubes dispersas y luna llena, que consideran un buen augurio, pues durante los plenilunios suceden las cosas más extrañas, quizá incluso que Lobo de Bar se lleve al catre a una pija. Sería éste un pequeño y equívoco paso para la humanidad, pero un gran salto para el goliardo, que se acercaría a la consecución de su objetivo, el de ganarse un lugar en el Olimpo de los borrachos, al mismo tiempo que cumple un sueño siempre negado y satisface sus más básicos instintos.
Avanzan por un bulevar cuyas baldosas forman hexágonos de dos colores. En la penumbra, sobre ellos, se distinguen algunos de los más bellos edificios modernistas que quedan en la ciudad. Apenas hay tráfico, sólo unos cuantos taxis que deambulan con sus luces verdes, ávidos de clientes, temerosos de que los candidatos vayan en un estado de embriaguez que origine una conversación incómoda o violenta o, peor, un vaciado estomacal dentro de su coche. Cruzan una avenida y en la mediana se encuentran con un hermoso y bien poblado seto. Zé Tubarao y Lobo de Bar no se resisten, se lanzan sobre él y rebotan, divertidos, ajenos al riesgo de abrirse la cabeza o ser atropellados. Pierden el sombrero en la operación, lo recuperan, advierten que el arbusto rebelde ha dañado sus camisetas y ahora exhiben vergonzosos agujeros. El dulce goliardo elegante reprueba la acción y lamenta su resultado, que hará aún más difícil su tarea.
Unos metros más adelante, el heladero se detiene. Ha oído voces femeninas. Cánticos. No son sirenas. Distingue un grupo de mujeres desbocadas vestidas de mamachichos, con penes de plástico en la cabeza. Es sin duda una despedida de soltera de mal gusto, una más de la plaga que asola en los últimos tiempos las ciudades de Occidente. El heladero da la voz de alarma y, para evitar un encontronazo de imprevisibles y seguro lamentables consecuencias, deciden adentrarse por una calle que les desvía del camino recto. Es el precio que han de pagar para evitar un destino atroz. Apuran sus vasos y los arrojan incívicamente a la vía pública.
Por fin llegan a la zona de marcha, en un buen barrio céntrico: aceras limpias, escaparates ampulosos, árboles bien cuidados, coches de lujo y deportivos. Unos trabajadores mal pagados y casi siempre en negro que se autodenominan relaciones públicas les ofrecen flyers con derecho a chupito en bares del entorno, pero los rechazan, no sólo porque sean señal inequívoca de que en el tugurio se sirve garrafón y se invita a licores inmundos, sino porque tienen el destino claro, que no es otro que el decidido por el único goliardo conocedor y habituado a un medio tan hostil.
En la puerta hay un segurata oriental con aspecto de enorme buda sonriente salvo por esto último, parece posible que no haya sonreído en su vida, ahora desde luego no lo hace, y en su expresión queda claro que no le gustan los goliardos. Les detiene mostrando autoritariamente la palma de su mano. “Esto es un pub elegante, aquí no se entra con esos sombreros y esas boas de mamarrachos”. Los goliardos se miran, Zé Tubarao está a punto de intervenir, pero antes de que inicie una afrentosa diatriba en defensa de su alegre e inofensiva originalidad y en contra de la hipocresía, los tabúes y las formas y vestimentas consuetudinarias de pubs como ése al que pretenden acceder, el conciliador y elegante goliardo pide educadamente permiso para depositar sus atuendos en la entrada y poder recogerlos a la salida. El orondo oriental no parece muy contento, pero les deja entrar, probablemente porque sabe que unos dipsómanos como esos pueden dejar bastante dinero en poco tiempo en las arcas del pub, y porque tiene en cuenta que siempre hay tiempo de echarles si no se comportan como la etiqueta del antro requiere.
Pasado el umbral, los goliardos se encuentran con una amplia sala de decoración insulsa, escasa luz y predominio de los colores oscuros, donde sólo resalta una extensa barra iluminada con anuncios de bebidas puestas de moda gracias a agresivas campañas de márquetin. Piden tres whiskys y un ron. Lobo de Bar se bebe media copa de trago, a pesar de su precario sabor, porque sabe que necesita combustible para sobrevivir en tan terrorífico averno. La escasez de luz dificulta la distinción de la fauna que les rodea, mas consigue advertir que el 90% de la sobrepoblación del barucho son maromos encamisados, en pantalón corto y alpargatas, la mayoría afeitados impecablemente, si bien, entre ellos no faltan las víctimas de la moda que han denigrado el buen nombre de la barba, antes sólo lucida entre la juventud de forma descuidada y personalísima por outsiders como el propio Lobo de Bar, y ahora mancillada con recortes y peinados milimétricos que niegan la libérrima esencia del vello facial masculino.
El goliardo comprende que su animadversión hacia tales seres, a los que escucha hablar alrededor en conversaciones banales cuya única virtud es interrumpir en sus oídos la empalagosa cadencia abrumadora de las canciones del verano que pincha un presunto disk jockey, se ve agravada por su condición de rivales a la hora de conquistar a las hembras objeto de su apuesta y, más íntimamente, de sus más incontrolables impulsos reproductores.
Para completar el desaguisado sensorial, además del paupérrimo gusto de la copa, la hórrida visión de la fauna y lo abominable de la música, Lobo de Bar se enfrenta al tacto sudoroso de los mardanos que abarrotan el pub, y al castigo a su pituitaria que supone la mezcla de perfumes que por muy caros que cuesten – cuando no son burdas imitaciones - resultan incompatibles entre sí, con el agravante de que comparten atmósfera con el olor a sobaco y a los mefíticos pedos de los pijos, muchos de ellos cargados con los aromas penetrantes que se derivan de una estricta dieta de verduras.
Edge no parece tan incómodo como Lobo de Bar, para algo es el experto del grupo en tan insanos ambientes, y El heladero ha decidido pasar a la acción e intenta abrirse paso hacia alguna de las escasas féminas del antro, sin éxito, porque o bien prestan atención a algún cachas de su gusto o bien están rodeadas de babosos metrosexuales que forman una muralla imposible de salvar. Lobo de Bar da otro largo trago a su copa y observa con preocupación el semblante de Zé Tubarao, pues parece inquieto, y ese no es un buen presagio.
- Hazme un poco de sitio, Lobo.
- ¿Qué?
- Que me hagas sitio en la barra. Me meo y paso de ir hasta el baño, esto está a petar.
Se aparta Lobo de Bar y mira al tendido mientras Zé Tubarao se saca la chorra disimuladamente y da vía libre a su micción. El temible goliardo apoya los dos brazos en la barra para que su maniobra pase inadvertida. Por desgracia, salpica las piernas de un tipo en polo rosa y bermudas. El sujeto tarda unos segundos en comprender lo que está sucediendo, cuando lo hace, empuja airado a Zé Tubarao. Éste, lejos de sobresaltarse, simplemente se gira hacia el interfecto, con una mano en la barra y la otra en la copa de ron, a la que da un tiento, de forma que su verga, no asida, alegremente asomada por la bragueta, riega sin contemplaciones los pies del ofendido. La reacción de éste es la previsible: vuelve a empujar a Zé Tubarao. El goliardo deja la copa en la barra y protesta “joder, me has cortado la meada”. Uno de los amigos del mojado, el más grande y decidido, el que lleva el cuello de la camisa alzado, intenta irrumpir en la trifulca, pero Lobo de Bar le agarra para detenerle y, como se resiste, le da un puñetazo. El sujeto cae arrastrando a la gente que tiene alrededor, lo que provoca una reacción en cadena de pijos que caen y se empujan de forma poco pacífica. El camarero salta la barra para detener el altercado, antes de que lo pueda si quiera intentar, algún cliente insatisfecho le lanza un vaso a la cabeza. En un instante, el pub se convierte en un maremágnum de empellones, golpes no muy contundentes, quejas y gritos.
En medio de la confusión, El dulce goliardo elegante agarra a Lobo de Bar y a Zé Tubarao, que están dando de lo lindo, para arrastrarles hacia la salida. Por el camino recogen a El heladero, que aún intenta entablar conversación con alguna fémina apetecible, y se cruzan con el segurata, el cual avanza dificultosamente con la imposible tarea de imponer cordura en el tumulto.
- Menuda mierda de bar – dice Zé Tubarao cuando salen, mientras recupera su sombrero de paja, sus gafas de sol y su boa -. No lo echaré de menos si arde con todo su contenido.
- No se os puede sacar de casa – dice El dulce goliardo elegante.
- Bah, calla y llévanos a otro garito.
Comprendiendo que lo más prudente es alejarse del lugar de los hechos, Edge les guía hacia un futuro mejor o, al menos, más seguro. Por la calle pululan grupos de jóvenes en gran medida similares a los del pub de la trifulca, aunque, al haber más luz, pueden mejor distinguirse los veraniegos tonos pastel de sus atuendos.
Llegan a su destino.
El gesto del nuevo puerta, esta vez caucásico, es también inamistoso. Su dedo acusador señala hacia el heladero, en concreto, hacia la copa que ha conseguido sacar del otro pub.
- Aquí no puedes entrar con eso.
- Ah, ¡h*stia! Se me había olvidado que la llevaba.
Se bebe lo restante de un trago, deposita cuidadosamente la copa en un contenedor de reciclado, y entran.
La decoración del nuevo pub tampoco brilla por su originalidad, sólo dos esfinges junto a la entrada le dan algo de carácter. El interior es diáfano e insulso. Al menos, no tienen que esquivar a una muchedumbre para llegar hasta la barra. Por algún ignoto motivo, el bar dejó de estar de moda al poco tiempo de ser traspasado, aunque quizá lo más increíble, dada su ausencia de virtudes, sea que llegase a estar en boga.
Apenas hay unos cuantos grupos diseminados en la amplia sala. Sabiamente, El dulce goliardo elegante toma un punto estratégico en la barra cerca de un grupo de chicas de físicos más que aceptables. Piden y no tardan en establecer contacto visual con las muchachas. El heladero se mueve inseguro en un balanceo que queda entre baile falto de gracia e inicio de maniobra de acercamiento. Por suerte, no dependen ni de su inconstante arrojo ni de las demostradas capacidades de hablar hasta con las piedras de Zé Tubarao, que está ensimismado prendiendo una vela, porque la más extrovertida de las chicas del cercano grupo toma la iniciativa y llega hasta ellos.
- ¿Estáis de despedida?
- No – responde El dulce goliardo elegante.
- ¿Y por qué vais así vestidos?
- Porque la vida es un carnaval.
- Ah – la chica no sabe si tomar a broma la respuesta - Oye, ¿cómo te llamas?
- Me llaman Edge.
- Yo soy Diana. ¿Me dejas tu boa?
- No.
El dulce goliardo elegante no se resiste en serio. La chica es mona, y parece prendada del hoyuelo de su prominente mandíbula, se cuelga descaradamente de su cuello para arrebatarle las plumas. Desde la barra, Lobo de Bar observa la escena con escepticismo, sabe por su dilatada experiencia que muchas mujeres son capaces de las más burdas zalamerías para hacerse con una boa, un sombrero, o cualquier elemento de un disfraz que se les antoje, y que ese coqueteo pocas veces se traduce en la realización de los sicalípticos pensamientos del goliardo abordado. Por eso, mira a Edge con censura y, éste, que entiende lo que dicen sus ojos, sale del paso para evitar reprimendas:
- Bueno… Diana, preséntanos a tus amigas.
- Claro.
La aludida llama a sus compañeras, un grupo de cinco, incluyéndola a ella. Atendiendo a la señal pertinente, se acercan. Una vez hechas las presentaciones, Edge juega con la tal Diana, le pone su sombrero, sus gafas, la sujeta de la boa para acercarse peligrosamente a ella. El heladero se centra en la que considera más factible y diserta sobre los gajes de su oficio salpicándolos de anécdotas, si bien, su habitual gracejo se ve entorpecido por la incipiente borrachera, que dificulta su dicción. Para variar, Zé Tubarao parece distraído y apenas atiende a la rubia de pelo rizado que está a su vera, no tarda en pedir disculpas para ausentarse. Mientras, Lobo de Bar ordena unos chupitos. Se los beben, Lobo de Bar aprovecha la ausencia del Protodemonio de Tasmania para tomar ración doble, como doble es su desafío, porque han quedado junto a él la más guapa y la más fea del grupo. Sabe que no puede dejar a ninguna de las dos sola porque la ignorada terminaría ejerciendo presión sobre el resto del grupo para que todas abandonasen a los ínclitos goliardos, y su poder de sugestión dependería de muchos factores, siendo el decisivo el interés que sus amigas mostraran por los susodichos, y este interés parece bastante voluble. Lobo de Bar introduce a la desatendida rubia de pelo rizado en la conversación y, en cuanto puede, se las apaña para dejarla hablando con la fea mientras él entretiene a la guapa.
Debía estar aburrida, la guapa, y agradece un poco de conversación fuera de los tópicos. Al parecer se llama Silvia y tiene la piel muy suave, buen cuerpo, cara de muñeca y, sobre todo, un cuello que clama mordiscos. En cuanto a su personalidad, Lobo de Bar todavía no tiene un veredicto, ya que la dama se muestra algo distante. Le deja hablar y ríe de vez en cuando, pero apenas se expone. Lobo de Bar comprende que su labor seductora no va a ser fácil y va a requerir un considerable esfuerzo y, quizá por pereza, comienza a dudar. Le preocupa saber si será lo suficientemente pija como para cumplir los estrictos criterios de Miss Howley. Su bolso es de Bimba y Lola, podría pasar, pero teme que su camiseta, que le sienta tan bien, sea del Zara, como la falda, y que los zapatos, por mucho que realcen la elegancia de sus piernas, tampoco lleven la firma de ningún diseñador italiano.
En parte por falta de motivación, en parte porque los últimos chupitos han embotado su magín, Lobo de Bar recurre, para evitar que decaiga la conversación, y aún sabiendo que es una maniobra arriesgada, a algunas de las preguntas que elaboró el Profesor Gladiolo cuando se fingía entrevistador nocturno de bellas féminas. Entre ellas: ¿tienes noticia de que se haya suicidado algún ciego por no poder verte?, ¿sabes en qué país se puede estar en Pelotas sin desnudarse?, ¿cuál es el peor piropo que te han dicho?, ¿qué tres cosas no llevarías a una isla desierta?, ¿tienes multitud de defectos horribles que compensen tu abrumadora belleza o eres la constatación de que el mundo es injusto?, ¿sabes que hay una parte del cuerpo del hombre que puede multiplicar su tamaño por cuatro cuando está con alguien que le atrae?, ¿y que esa parte es la pupila?
La reacción de las féminas ante este tipo de preguntas es imprevisible, si bien, nunca ninguna se ha abalanzado sobre un goliardo después de que se las dijera, salvo que fuese tan ebria que no las escuchara.
- ¿Me estás haciendo un examen? – pregunta Silvia.
- No, sólo pretendo distraerte.
- Y hacerte el interesante.
- Parece que la maniobra de distracción no ha funcionado – sonríe el goliardo.
- ¿Y para qué querías distraerme?
En ese momento encienden las luces del bar. Son las 4:30 ante merídiem y, por una ley municipal absurda, los garitos que no tienen licencia de discoteca, es decir, aquellos que no cuentan con los contactos o la voluntad necesarios como para obtenerla – la mayoría -, tienen que cerrar. Es una ley incongruente porque coarta la libertad de los noctívagos sin mejorar la calidad del sueño de los vecinos, ya que, al salir todos los borrachuzos de los bares a la misma hora y con insatisfacción y ganas de jarana hacen mucho más ruido, y a una hora también intempestiva, que cuando podían irse escalonadamente pero, como el ocio nocturno es pecado, jamás ha vuelto la cuestión al debate público, en especial en los periódicos locales de carácter conservador. Y esto mismo sucede con una ley aún más inútil como es la que impide comprar alcohol a partir de las 22h, destructora de innumerables fiestas y cenas de amigos sin conseguir que los púberes dejen de beber según era el objetivo de dicha ley, pues lo hacen a horas mucho más tempranas.
Dejemos las digresiones, y volvamos al insípido pub. El segurata ejerce de coche escoba y va sacando a los clientes. El grupo de cinco prometedoras féminas, a instancias de la guapa, decide huir a casa, no sabemos si por el bajón provocado por el encendido de las luces (poco probable), si por la torpeza de los goliardos (bastante probable), o porque no habían estado interesadas en ellos desde el principio (también bastante probable). Los goliardos quedan compungidos, aunque no mucho, porque la intensa guaza que llevan atenúa sus pesares. Recuperan a Zé Tubarao – ha regresado con aspecto de haber cometido alguna maldad durante su ausencia - y deciden ir a la discoteca más potable de la metrópoli, aun sabedores de que probablemente no cobije a ninguna pija, pues es bien sabido que ésta especie es valedora de las buenas costumbres y suele retirarse pronto, antes de verse inmersa en el ambiente decrépito de una discoteca poblada de individuos abocados al mal vivir y generalmente fuera de control.
En efecto, en la discoteca no hay ninguna mujer que ni si quiera se aproxime a los cánones requeridos, y los goliardos, liberados de cualquier objetivo a corto plazo, optan por beber hasta el categórico naufragio de su consciencia y su hígado.
Cuando salen a la calle es de día, por suerte han conservado sus gafas de sol, junto a sus sombreros y boas, y pueden permanecer a la intemperie sin convertirse en estatuas de sal. Zé Tubarao, hambriento, sugiere hacer una expedición a un curioso antro que abre al punto de la mañana para ofrecer platos tradicionales – judías, migas, huevos fritos – a los ebrios más recalcitrantes.
El contundente alimento revive en cierta manera - más de zombies que de seres humanos - a los goliardos, los cuales esquivan a varios grupos de ancianos y runners, y optan por continuar con su decadente aventura en un after, apenas un agujero obscuro a todas luces ilegal en el que se reúne lo peor de cada casa, hasta que, ya por la tarde, el agotamiento hace mella en sus depauperados cuerpos y se van retirando, en un orden incierto y por ninguno de ellos recordado.
No son pocas las ocasiones en las que se ha enfrentado a tan inalcanzable desafío, profundamente alcoholizado, durante noches tenebrosas - transcurridas en bares no merecedores de tal nombre - que terminaron perdidas en algún irrecuperable rincón de su memoria.
En los conciliábulos goliardescos trataban el tema con asiduidad, ya que todos sus miembros, también los femeninos, albergaban el poco oculto deseo de yacer con una fémina de alta cuna, pues coincidían en admirar sus atributos, según alguno de ellos resultado de la selección natural, ya que los hombres de buena posición disfrutan del privilegio de poder elegir a sus parejas entre lo más selecto del plantel de mujeres del mundo, generalmente guiados por criterios estéticos, para luego engendrar nuevas bellezas – con excepciones, claro está - a las que educan y visten según las costumbres de su acaudalada tribu y que se convierten por estos motivos en lo que de forma ordinaria conocemos como “pijas”.
Dichos conciliábulos resultaban, cuando el abuso del alcohol y otros estupefacientes no nublaban sus sentidos, sagacidad y capacidad decisoria, en planes de asalto complejos, de cuidada elaboración, que a la hora de ser puestos en práctica producían sonoros y continuos fracasos. Ni siquiera el Profesor Gladiolo, empedernido romántico y goliardo insistente, víctima habitual del enamoramiento fortuito, que tanto lo había intentado, consiguió jamás, por mucho que empleara las más depuradas técnicas de seducción (que incluían invariablemente el envío de canónicas flores y ardorosos poemas), otra cosa que el rotundo rechazo o, a lo sumo, insatisfactorias relaciones platónicas.
Sabedor de la dificultad del reto al que se enfrenta y de los peligros que entraña, Lobo de Bar bebe vodka a palo seco en su cuartel general. Y decía peligros, porque realmente los hay, y graves. El peor de ellos es la muerte por erección, un final terrible que ha acabado con no pocos goliardos a lo largo de la historia, cuando la exposición excesiva a los encantos de una hembra de la alta sociedad, género que en no pocas ocasiones presenta el vituperable comportamiento de la cockteaser o calientapollas, se había traducido en una afluencia masiva del riego sanguíneo al miembro viril, y esto, al descuidar el suministro a otros órganos vitales, terminaba resultando letal.
Pero Lobo de Bar es valiente, por no decir temerario, y no se achanta ante tamaños riesgos, menos aún después de clavarse dos botellas de vodka como acaba de hacer. Y para llevar a buen puerto la imprudente empresa, ha solicitado la ayuda de tres goliardos de pro que todavía no han sucumbido del todo al amansamiento que se ha propagado como un vídeo viral entre la mayor parte de los integrantes del grupo. Se trata de El dulce goliardo elegante, rara avis de la especie, capaz de sobrevivir a los ambientes insanos en los que suelen moverse las pijas; el incansable pelirrojo perseguidor de féminas conocido como El heladero; y la wild card Zé Tubarao, experto en romper el hielo, pero también en provocar situaciones salvajes y no pocas veces bochornosas, sobre todo cuando se transforma, después de un consumo abusivo de ron, en diablo de Tasmania.
Los tres han llegado al cuartel general de Lobo y se avituallan en su museístico mueble bar. Una vez informados del carácter y objetivos de la misión, debaten:
- Esto no me gusta – protesta Zé Tubarao –, va en contra de las normas del buen goliardo. Cuando se sale de farra se sale, no se va a pillar. Hay que dejar que la noche fluya y, si los astros se alinean y surge, lo cual nunca sucede por nuestra propia voluntad, se pilla.
- Comprende, Zé, lo extraordinario de la situación.
- No me pidas que sea racional, no sé hacerlo. Además, para motivarte no hacía falta tanta parafernalia, con decir “a que no hay cojones a…” hubiera bastado.
- Pagaré todas las copas que te tomes.
- Trato hecho.
- ¡Coño!, ¿y las nuestras? – inquiere El heladero.
- También, es lo justo, aunque, me cago en la puta barata de Farlete, me va a salir la noche por un pico.
- Es lo que hay – sentencia Zé Tubarao.
- Todo sea por alcanzar el Olimpo de los goliardos.
Brindan para sellar su acuerdo.
- Si se me permite intervenir – habla El dulce goliardo elegante – diré que agradezco tu invitación, pero creo que no estamos planteando bien la estrategia.
- ¿A qué te refieres, Edge?
- A que yo, que me he movido en esos ambientes, considero que la maniobra de aproximación no debe hacerse en un bar a las tantas de la mañana con una melopea de aúpa. Tendrías más posibilidades si fichas a tu objetivo en un entorno más calmado, digamos: en misa, y la abordas poco a poco, primero con miradas, luego mediante un encuentro casual, la solicitud de una cita, una serie indeterminada de cenas románticas y, según la liberalidad de la víctima, o un paulatino paso a mayores o una solicitud de matrimonio que termine en la ardiente noche de bodas.
- ¡Imposible! No tengo tanta paciencia y, menos aún, ganas de casarme, por no decir que si celebrase mi boda lo más probable es que se me fuese de las manos de forma que no podría consumar el matrimonio esa noche, incluso en el caso de que la pija no descubriera en el evento mi verdadera naturaleza y me mandase a escaparrar.
- Pues, cuando menos, deberías haberte equipado para la misión, sigo creyendo que suicida, con vestimenta más adecuada: camisa (imprescindible), dockers o pantalones de pinzas, reloj caro, náuticos o, mejor aún, castellanos, gomina...
- Me envías a una muerte segura. Esas no son mis armas. Son las que utilizan los pijos que habitualmente se las trajinan. Tengo que valerme de mi encanto natural y hacer de la diferencia una virtud.
- Esa táctica jamás te ha funcionado.
- Es cierto, pero porque no la he utilizado bien. De todas formas, tu pesimismo no es de ayuda alguna.
- Yo sólo soy realista, mas no te preocupes, lo pondré todo de mi parte, y que sea lo que San Bukowski quiera.
- Sea.
El heladero se impacienta y sugiere que marchen ya, “de una puta vez”, a “cualquier bar en el que haya pájaras”. Sus compañeros están de acuerdo, y también atienden a su recomendación de llevar complementos en su aventura: sombrero, gafas de sol y boa, porque “son un talismán para las tías”.
Se sirven una copa en vaso de plástico para amenizar el trayecto y salen a la calle. La noche es espléndida: veintisiete grados, viento del sureste apenas perceptible, cincuenta y cuatro por ciento de humedad, nubes dispersas y luna llena, que consideran un buen augurio, pues durante los plenilunios suceden las cosas más extrañas, quizá incluso que Lobo de Bar se lleve al catre a una pija. Sería éste un pequeño y equívoco paso para la humanidad, pero un gran salto para el goliardo, que se acercaría a la consecución de su objetivo, el de ganarse un lugar en el Olimpo de los borrachos, al mismo tiempo que cumple un sueño siempre negado y satisface sus más básicos instintos.
Avanzan por un bulevar cuyas baldosas forman hexágonos de dos colores. En la penumbra, sobre ellos, se distinguen algunos de los más bellos edificios modernistas que quedan en la ciudad. Apenas hay tráfico, sólo unos cuantos taxis que deambulan con sus luces verdes, ávidos de clientes, temerosos de que los candidatos vayan en un estado de embriaguez que origine una conversación incómoda o violenta o, peor, un vaciado estomacal dentro de su coche. Cruzan una avenida y en la mediana se encuentran con un hermoso y bien poblado seto. Zé Tubarao y Lobo de Bar no se resisten, se lanzan sobre él y rebotan, divertidos, ajenos al riesgo de abrirse la cabeza o ser atropellados. Pierden el sombrero en la operación, lo recuperan, advierten que el arbusto rebelde ha dañado sus camisetas y ahora exhiben vergonzosos agujeros. El dulce goliardo elegante reprueba la acción y lamenta su resultado, que hará aún más difícil su tarea.
Unos metros más adelante, el heladero se detiene. Ha oído voces femeninas. Cánticos. No son sirenas. Distingue un grupo de mujeres desbocadas vestidas de mamachichos, con penes de plástico en la cabeza. Es sin duda una despedida de soltera de mal gusto, una más de la plaga que asola en los últimos tiempos las ciudades de Occidente. El heladero da la voz de alarma y, para evitar un encontronazo de imprevisibles y seguro lamentables consecuencias, deciden adentrarse por una calle que les desvía del camino recto. Es el precio que han de pagar para evitar un destino atroz. Apuran sus vasos y los arrojan incívicamente a la vía pública.
Por fin llegan a la zona de marcha, en un buen barrio céntrico: aceras limpias, escaparates ampulosos, árboles bien cuidados, coches de lujo y deportivos. Unos trabajadores mal pagados y casi siempre en negro que se autodenominan relaciones públicas les ofrecen flyers con derecho a chupito en bares del entorno, pero los rechazan, no sólo porque sean señal inequívoca de que en el tugurio se sirve garrafón y se invita a licores inmundos, sino porque tienen el destino claro, que no es otro que el decidido por el único goliardo conocedor y habituado a un medio tan hostil.
En la puerta hay un segurata oriental con aspecto de enorme buda sonriente salvo por esto último, parece posible que no haya sonreído en su vida, ahora desde luego no lo hace, y en su expresión queda claro que no le gustan los goliardos. Les detiene mostrando autoritariamente la palma de su mano. “Esto es un pub elegante, aquí no se entra con esos sombreros y esas boas de mamarrachos”. Los goliardos se miran, Zé Tubarao está a punto de intervenir, pero antes de que inicie una afrentosa diatriba en defensa de su alegre e inofensiva originalidad y en contra de la hipocresía, los tabúes y las formas y vestimentas consuetudinarias de pubs como ése al que pretenden acceder, el conciliador y elegante goliardo pide educadamente permiso para depositar sus atuendos en la entrada y poder recogerlos a la salida. El orondo oriental no parece muy contento, pero les deja entrar, probablemente porque sabe que unos dipsómanos como esos pueden dejar bastante dinero en poco tiempo en las arcas del pub, y porque tiene en cuenta que siempre hay tiempo de echarles si no se comportan como la etiqueta del antro requiere.
Pasado el umbral, los goliardos se encuentran con una amplia sala de decoración insulsa, escasa luz y predominio de los colores oscuros, donde sólo resalta una extensa barra iluminada con anuncios de bebidas puestas de moda gracias a agresivas campañas de márquetin. Piden tres whiskys y un ron. Lobo de Bar se bebe media copa de trago, a pesar de su precario sabor, porque sabe que necesita combustible para sobrevivir en tan terrorífico averno. La escasez de luz dificulta la distinción de la fauna que les rodea, mas consigue advertir que el 90% de la sobrepoblación del barucho son maromos encamisados, en pantalón corto y alpargatas, la mayoría afeitados impecablemente, si bien, entre ellos no faltan las víctimas de la moda que han denigrado el buen nombre de la barba, antes sólo lucida entre la juventud de forma descuidada y personalísima por outsiders como el propio Lobo de Bar, y ahora mancillada con recortes y peinados milimétricos que niegan la libérrima esencia del vello facial masculino.
El goliardo comprende que su animadversión hacia tales seres, a los que escucha hablar alrededor en conversaciones banales cuya única virtud es interrumpir en sus oídos la empalagosa cadencia abrumadora de las canciones del verano que pincha un presunto disk jockey, se ve agravada por su condición de rivales a la hora de conquistar a las hembras objeto de su apuesta y, más íntimamente, de sus más incontrolables impulsos reproductores.
Para completar el desaguisado sensorial, además del paupérrimo gusto de la copa, la hórrida visión de la fauna y lo abominable de la música, Lobo de Bar se enfrenta al tacto sudoroso de los mardanos que abarrotan el pub, y al castigo a su pituitaria que supone la mezcla de perfumes que por muy caros que cuesten – cuando no son burdas imitaciones - resultan incompatibles entre sí, con el agravante de que comparten atmósfera con el olor a sobaco y a los mefíticos pedos de los pijos, muchos de ellos cargados con los aromas penetrantes que se derivan de una estricta dieta de verduras.
Edge no parece tan incómodo como Lobo de Bar, para algo es el experto del grupo en tan insanos ambientes, y El heladero ha decidido pasar a la acción e intenta abrirse paso hacia alguna de las escasas féminas del antro, sin éxito, porque o bien prestan atención a algún cachas de su gusto o bien están rodeadas de babosos metrosexuales que forman una muralla imposible de salvar. Lobo de Bar da otro largo trago a su copa y observa con preocupación el semblante de Zé Tubarao, pues parece inquieto, y ese no es un buen presagio.
- Hazme un poco de sitio, Lobo.
- ¿Qué?
- Que me hagas sitio en la barra. Me meo y paso de ir hasta el baño, esto está a petar.
Se aparta Lobo de Bar y mira al tendido mientras Zé Tubarao se saca la chorra disimuladamente y da vía libre a su micción. El temible goliardo apoya los dos brazos en la barra para que su maniobra pase inadvertida. Por desgracia, salpica las piernas de un tipo en polo rosa y bermudas. El sujeto tarda unos segundos en comprender lo que está sucediendo, cuando lo hace, empuja airado a Zé Tubarao. Éste, lejos de sobresaltarse, simplemente se gira hacia el interfecto, con una mano en la barra y la otra en la copa de ron, a la que da un tiento, de forma que su verga, no asida, alegremente asomada por la bragueta, riega sin contemplaciones los pies del ofendido. La reacción de éste es la previsible: vuelve a empujar a Zé Tubarao. El goliardo deja la copa en la barra y protesta “joder, me has cortado la meada”. Uno de los amigos del mojado, el más grande y decidido, el que lleva el cuello de la camisa alzado, intenta irrumpir en la trifulca, pero Lobo de Bar le agarra para detenerle y, como se resiste, le da un puñetazo. El sujeto cae arrastrando a la gente que tiene alrededor, lo que provoca una reacción en cadena de pijos que caen y se empujan de forma poco pacífica. El camarero salta la barra para detener el altercado, antes de que lo pueda si quiera intentar, algún cliente insatisfecho le lanza un vaso a la cabeza. En un instante, el pub se convierte en un maremágnum de empellones, golpes no muy contundentes, quejas y gritos.
En medio de la confusión, El dulce goliardo elegante agarra a Lobo de Bar y a Zé Tubarao, que están dando de lo lindo, para arrastrarles hacia la salida. Por el camino recogen a El heladero, que aún intenta entablar conversación con alguna fémina apetecible, y se cruzan con el segurata, el cual avanza dificultosamente con la imposible tarea de imponer cordura en el tumulto.
- Menuda mierda de bar – dice Zé Tubarao cuando salen, mientras recupera su sombrero de paja, sus gafas de sol y su boa -. No lo echaré de menos si arde con todo su contenido.
- No se os puede sacar de casa – dice El dulce goliardo elegante.
- Bah, calla y llévanos a otro garito.
Comprendiendo que lo más prudente es alejarse del lugar de los hechos, Edge les guía hacia un futuro mejor o, al menos, más seguro. Por la calle pululan grupos de jóvenes en gran medida similares a los del pub de la trifulca, aunque, al haber más luz, pueden mejor distinguirse los veraniegos tonos pastel de sus atuendos.
Llegan a su destino.
El gesto del nuevo puerta, esta vez caucásico, es también inamistoso. Su dedo acusador señala hacia el heladero, en concreto, hacia la copa que ha conseguido sacar del otro pub.
- Aquí no puedes entrar con eso.
- Ah, ¡h*stia! Se me había olvidado que la llevaba.
Se bebe lo restante de un trago, deposita cuidadosamente la copa en un contenedor de reciclado, y entran.
La decoración del nuevo pub tampoco brilla por su originalidad, sólo dos esfinges junto a la entrada le dan algo de carácter. El interior es diáfano e insulso. Al menos, no tienen que esquivar a una muchedumbre para llegar hasta la barra. Por algún ignoto motivo, el bar dejó de estar de moda al poco tiempo de ser traspasado, aunque quizá lo más increíble, dada su ausencia de virtudes, sea que llegase a estar en boga.
Apenas hay unos cuantos grupos diseminados en la amplia sala. Sabiamente, El dulce goliardo elegante toma un punto estratégico en la barra cerca de un grupo de chicas de físicos más que aceptables. Piden y no tardan en establecer contacto visual con las muchachas. El heladero se mueve inseguro en un balanceo que queda entre baile falto de gracia e inicio de maniobra de acercamiento. Por suerte, no dependen ni de su inconstante arrojo ni de las demostradas capacidades de hablar hasta con las piedras de Zé Tubarao, que está ensimismado prendiendo una vela, porque la más extrovertida de las chicas del cercano grupo toma la iniciativa y llega hasta ellos.
- ¿Estáis de despedida?
- No – responde El dulce goliardo elegante.
- ¿Y por qué vais así vestidos?
- Porque la vida es un carnaval.
- Ah – la chica no sabe si tomar a broma la respuesta - Oye, ¿cómo te llamas?
- Me llaman Edge.
- Yo soy Diana. ¿Me dejas tu boa?
- No.
El dulce goliardo elegante no se resiste en serio. La chica es mona, y parece prendada del hoyuelo de su prominente mandíbula, se cuelga descaradamente de su cuello para arrebatarle las plumas. Desde la barra, Lobo de Bar observa la escena con escepticismo, sabe por su dilatada experiencia que muchas mujeres son capaces de las más burdas zalamerías para hacerse con una boa, un sombrero, o cualquier elemento de un disfraz que se les antoje, y que ese coqueteo pocas veces se traduce en la realización de los sicalípticos pensamientos del goliardo abordado. Por eso, mira a Edge con censura y, éste, que entiende lo que dicen sus ojos, sale del paso para evitar reprimendas:
- Bueno… Diana, preséntanos a tus amigas.
- Claro.
La aludida llama a sus compañeras, un grupo de cinco, incluyéndola a ella. Atendiendo a la señal pertinente, se acercan. Una vez hechas las presentaciones, Edge juega con la tal Diana, le pone su sombrero, sus gafas, la sujeta de la boa para acercarse peligrosamente a ella. El heladero se centra en la que considera más factible y diserta sobre los gajes de su oficio salpicándolos de anécdotas, si bien, su habitual gracejo se ve entorpecido por la incipiente borrachera, que dificulta su dicción. Para variar, Zé Tubarao parece distraído y apenas atiende a la rubia de pelo rizado que está a su vera, no tarda en pedir disculpas para ausentarse. Mientras, Lobo de Bar ordena unos chupitos. Se los beben, Lobo de Bar aprovecha la ausencia del Protodemonio de Tasmania para tomar ración doble, como doble es su desafío, porque han quedado junto a él la más guapa y la más fea del grupo. Sabe que no puede dejar a ninguna de las dos sola porque la ignorada terminaría ejerciendo presión sobre el resto del grupo para que todas abandonasen a los ínclitos goliardos, y su poder de sugestión dependería de muchos factores, siendo el decisivo el interés que sus amigas mostraran por los susodichos, y este interés parece bastante voluble. Lobo de Bar introduce a la desatendida rubia de pelo rizado en la conversación y, en cuanto puede, se las apaña para dejarla hablando con la fea mientras él entretiene a la guapa.
Debía estar aburrida, la guapa, y agradece un poco de conversación fuera de los tópicos. Al parecer se llama Silvia y tiene la piel muy suave, buen cuerpo, cara de muñeca y, sobre todo, un cuello que clama mordiscos. En cuanto a su personalidad, Lobo de Bar todavía no tiene un veredicto, ya que la dama se muestra algo distante. Le deja hablar y ríe de vez en cuando, pero apenas se expone. Lobo de Bar comprende que su labor seductora no va a ser fácil y va a requerir un considerable esfuerzo y, quizá por pereza, comienza a dudar. Le preocupa saber si será lo suficientemente pija como para cumplir los estrictos criterios de Miss Howley. Su bolso es de Bimba y Lola, podría pasar, pero teme que su camiseta, que le sienta tan bien, sea del Zara, como la falda, y que los zapatos, por mucho que realcen la elegancia de sus piernas, tampoco lleven la firma de ningún diseñador italiano.
En parte por falta de motivación, en parte porque los últimos chupitos han embotado su magín, Lobo de Bar recurre, para evitar que decaiga la conversación, y aún sabiendo que es una maniobra arriesgada, a algunas de las preguntas que elaboró el Profesor Gladiolo cuando se fingía entrevistador nocturno de bellas féminas. Entre ellas: ¿tienes noticia de que se haya suicidado algún ciego por no poder verte?, ¿sabes en qué país se puede estar en Pelotas sin desnudarse?, ¿cuál es el peor piropo que te han dicho?, ¿qué tres cosas no llevarías a una isla desierta?, ¿tienes multitud de defectos horribles que compensen tu abrumadora belleza o eres la constatación de que el mundo es injusto?, ¿sabes que hay una parte del cuerpo del hombre que puede multiplicar su tamaño por cuatro cuando está con alguien que le atrae?, ¿y que esa parte es la pupila?
La reacción de las féminas ante este tipo de preguntas es imprevisible, si bien, nunca ninguna se ha abalanzado sobre un goliardo después de que se las dijera, salvo que fuese tan ebria que no las escuchara.
- ¿Me estás haciendo un examen? – pregunta Silvia.
- No, sólo pretendo distraerte.
- Y hacerte el interesante.
- Parece que la maniobra de distracción no ha funcionado – sonríe el goliardo.
- ¿Y para qué querías distraerme?
En ese momento encienden las luces del bar. Son las 4:30 ante merídiem y, por una ley municipal absurda, los garitos que no tienen licencia de discoteca, es decir, aquellos que no cuentan con los contactos o la voluntad necesarios como para obtenerla – la mayoría -, tienen que cerrar. Es una ley incongruente porque coarta la libertad de los noctívagos sin mejorar la calidad del sueño de los vecinos, ya que, al salir todos los borrachuzos de los bares a la misma hora y con insatisfacción y ganas de jarana hacen mucho más ruido, y a una hora también intempestiva, que cuando podían irse escalonadamente pero, como el ocio nocturno es pecado, jamás ha vuelto la cuestión al debate público, en especial en los periódicos locales de carácter conservador. Y esto mismo sucede con una ley aún más inútil como es la que impide comprar alcohol a partir de las 22h, destructora de innumerables fiestas y cenas de amigos sin conseguir que los púberes dejen de beber según era el objetivo de dicha ley, pues lo hacen a horas mucho más tempranas.
Dejemos las digresiones, y volvamos al insípido pub. El segurata ejerce de coche escoba y va sacando a los clientes. El grupo de cinco prometedoras féminas, a instancias de la guapa, decide huir a casa, no sabemos si por el bajón provocado por el encendido de las luces (poco probable), si por la torpeza de los goliardos (bastante probable), o porque no habían estado interesadas en ellos desde el principio (también bastante probable). Los goliardos quedan compungidos, aunque no mucho, porque la intensa guaza que llevan atenúa sus pesares. Recuperan a Zé Tubarao – ha regresado con aspecto de haber cometido alguna maldad durante su ausencia - y deciden ir a la discoteca más potable de la metrópoli, aun sabedores de que probablemente no cobije a ninguna pija, pues es bien sabido que ésta especie es valedora de las buenas costumbres y suele retirarse pronto, antes de verse inmersa en el ambiente decrépito de una discoteca poblada de individuos abocados al mal vivir y generalmente fuera de control.
En efecto, en la discoteca no hay ninguna mujer que ni si quiera se aproxime a los cánones requeridos, y los goliardos, liberados de cualquier objetivo a corto plazo, optan por beber hasta el categórico naufragio de su consciencia y su hígado.
Cuando salen a la calle es de día, por suerte han conservado sus gafas de sol, junto a sus sombreros y boas, y pueden permanecer a la intemperie sin convertirse en estatuas de sal. Zé Tubarao, hambriento, sugiere hacer una expedición a un curioso antro que abre al punto de la mañana para ofrecer platos tradicionales – judías, migas, huevos fritos – a los ebrios más recalcitrantes.
El contundente alimento revive en cierta manera - más de zombies que de seres humanos - a los goliardos, los cuales esquivan a varios grupos de ancianos y runners, y optan por continuar con su decadente aventura en un after, apenas un agujero obscuro a todas luces ilegal en el que se reúne lo peor de cada casa, hasta que, ya por la tarde, el agotamiento hace mella en sus depauperados cuerpos y se van retirando, en un orden incierto y por ninguno de ellos recordado.
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