sábado, 5 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 4 de 9)

Unas horas más tarde, Lobo de Bar se despierta en su cueva. Ha cerrado todas las persianas y tiene que encender la luz naranja de su Casio para averiguar la hora, según ve, las tres ante merídiem. El goliardo comprueba que no tiene el reloj en función alarma, ni cronómetro ni en ninguna otra y que, efectivamente, son las tres de la madrugada. Con un esfuerzo considerable y a cámara lenta se pone en pie.
Desde allí arriba, comprende que el mundo se tambalea.
Poco a poco va acometiendo las tareas de supervivencia imprescindibles: va a la nevera a por una cerveza, pone música, sube las persianas, abre el balcón - una leve brisa entra para enfrentarse al denso aire viciado de la gruta – y, de vuelta al sofá, se enciende un cigarro.
Está a punto de poner algo de porno para amenizar su regreso al mundo de los vivos, antes de tomar ninguna decisión más trascendente, cuando una aparición extemporánea se interpone entre él y la pantalla de la televisión. Se trata del espíritu de Miss Howley, que le escudriña - el rostro ladeado, los ojos astutos - desde un ectoplásmico sofá Chesterfield volador.
- Has estado durmiendo muchas horas, Lobo de Bar. Creo que es el momento de hacerte un control.
El goliardo observa la birra que tiene sobre la mesa y piensa en darle un buen tiento, pero no encuentra la energía necesaria para incorporarse y alcanzarla. Se deja hacer y, con la mirada perdida en el curioso peinado de la dama, quizá buscando el diminuto fósil de algún piojo milenario del Nepal, espera el veredicto.
- Dos coma cero cero cero dos – dice Miss Howley –Técnicamente puedes seguir con tu gesta, aunque, comprenderás, que te has librado por un pelo.
- ¡Albricias!
- Eres como los malos estudiantes, que se conforman con un cinco raspado cuando podrían aspirar al sobresaliente.
- Me la sopla. Ya habrá tiempo de sacar mejores notas.
- Y quizá debieras preocuparte, si tu organismo no te ha conseguido depurar la sangre durante el largo sueño es que no chuta muy bien.
- O que tenía demasiado trabajo.
- Eres un cínico, Lobo, pero no tengo ganas de discutir. Tráeme un té, con unas gotitas de orujo. Al menos no tendré que volverme todavía al Nepal, estoy hasta el perineo de revisar los ascensos de los alpinistas.
Obedece el goliardo y, después de concluir la primera cerveza de trago, se sirve una Export (7º) para revitalizar el languideciente contenido alcohólico de su sangre.
- Un té peor que mediocre – le recrimina Miss Howley.
- No me gustan esas pociones, sólo las tomo si estoy muy enfermo.
- Muy mal. Un buen anfitrión debería tener un buen té para ofrecer a sus invitados.
- Tengo alcohol para que mis invitados se echen todo lo que quieran y olviden ese brebaje infecto.
- En fin, Lobo de Bar, no tienes ni puta idea, tampoco lo pretendes, podrías al menos ponerme unas pastas.
- Marchando unas jodidas pastas.
Lobo de Bar encuentra unas chiquilín revenidas y las sirve en un platito, no puede sino sorprenderse del voraz apetito de la enjuta dama, que se las come de seis en seis, a un ritmo que avergonzaría al mismísimo monstruo de las galletas.
- Cuéntame goliardo, ¿qué te propones ahora?
- La verdad es que no lo sé.
- Profundas palabras.
Decide revisar el móvil en busca de ideas.
Avisos. 228 whatsapp, algunos de ellos para preguntarle por su estado vital, unos pocos para desearle suerte, la mayoría partes de conversaciones inconexas donde no se sabe quién responde a qué. Fotos de la noche anterior en las que se le ha etiquetado, subidas al Facebook por El Heladero: 86. Por el 92% de las mismas podrían echarle del trabajo. Fotos nuevas en la galería de imágenes: 26 (24 tan desenfocadas que no se puede adivinar qué representan, 2 de un escroto ajeno, probablemente de Zé Tubarao).
Media hora más tarde, cuando termina de revisar con el ojo a medio abrir el móvil, ve que Miss Howley se ha quedado dormida. El goliardo sigue sin saber qué hacer, en su teléfono no ha encontrado nada inspirador, siente la tentación de acometer la tarea a la que se disponía cuando fue interrumpido por la aparición de la dama, es decir, la de ponerse una buena dosis de porno, probablemente húngaro, pero la presencia de la Miss le cohíbe.
Descartado el porno lo primero que le viene a la cabeza es embarcarse en una nueva incursión nocturna - es lo que le gusta, es lo que le divierte, es lo que se le da mejor - no obstante, a esas horas los perdidos con los que se pudiese encontrar le aventajarían sobremanera en estado etílico-eufórico y sería harto difícil establecer con ellos cualquier tipo de comunicación, casi tanto como que hallase pijas con las que retozar.
En busca de una tercera alternativa, se pone en pie y camina hasta una pizarra colgada junto a la puerta que, en muy mala caligrafía, pormenoriza las doce pruebas a las que se enfrenta.
Sólo hay una tachada, de las otras once, una de ellas le llama la atención:
Viajar a algún sitio donde no haya estado el tío Matt
Emprender un viaje, huir, quizá sea una buena idea. El tío Matt ha estado en casi todos los países del mundo, incluidos Nauru y Lesoto, pero Lobo de Bar sabe que el planeta es muy grande y que no es imposible hallar algún remoto paraje no hollado por el impenitente viajero. Después de mucho meditar, mientras termina el pack de Export, cree encontrar en su memoria un comentario revelador en el cual, el tío Matt, se lamentaba de no haber estado en cierto sitio.
Para asegurarse, le llama por teléfono:
- ¿Lobo?
- ¡Tío Matt!
- ¿Vas borracho? Ahí deben de ser las cinco de la mañana.
- Lo voy, pero no es ese el motivo de mi llamada. ¿Te pillo en mal momento?
- Me estoy comiendo un gado-gado en compañía de una hermosa joven que, en cuanto terminemos, me quiere enseñar un volcán, así que, me alegro de oírte, pero si tu guaza hace que te alargues demasiado o balbucees perderé la paciencia y colgaré ipso facto.
- Tranquilo tío Matt, seré breve.
- Así sea.
- ¿Tú has estado en Teruel?
- En la provincia sí, innumerables veces, pero por algún inexplicable motivo nunca he estado en Teruel capital, pensaba que habíamos hablado de esto alguna vez.
- Creo que sí, pero quería asegurarme, no te entretengo más, vuelve a lo tuyo. Brindo a tu salud, brinda tú también a la mía...
- ...y no hagas nada que yo nunca haría
- Jajaja, por su puesto.
Son buenas noticias, desde luego, para superar la prueba no va a tener que ir a tomar por el c*lo y medio desembolsando una ingente cantidad de pasta. Conocer otros países está muy bien, pero la afluencia masiva de turistas a los lugares más emblemáticos los pervierte y ensucia. No hace falta irse tan lejos para ir de aventura, a veces, la aventura está en el pueblo de al lado, o incluso en el interior de uno mismo. Con ese espíritu intrépido, esotérico y divagador, Lobo de Bar desentierra su mochila y la llena de botellas de whisky.
En la calle para un taxi. El conductor no parece tenerle fichado de ninguna de sus salidas nocturnas y le permite subir al auto.
- A la estación, por favor.
- Marchando.
Lobo de Bar, probablemente por el influjo de la resaca interrumpida, que le sitúa en un estado anímico y mental cercano a la iluminación, sigue dejando volar sus disertaciones.
Piensa que ir a la estación es en sí un acto de valentía, porque es el primer paso para un viaje y porque las autoridades competentes decidieron situarla en uno de los lugares más alejados e inaccesibles del término municipal. No puede ir mucho más allá en su digresión el goliardo, porque el conductor le distrae haciendo uso del habla para preguntarle si va de viaje y a dónde y para comentar lo mal que está la vida y lo caro que es todo.
Cuando por fin llegan, Lobo de Bar abona la carrera, que probablemente cuesta más que el billete hasta Teruel, pero no rechista, no se va a enemistar con uno de los pocos taxistas que todavía no le tienen vetado.
En el horizonte, el cielo clarea y anuncia el próximo amanecer, la mole de cemento se alza a su espalda solitaria y grandilocuente. Lobo de Bar se adentra en sus arcanos. Las tiendas están cerradas, apenas se cruza con unos pocos viajeros ojerosos en su peregrinaje hasta las taquillas. Allí le atiende - en camisa de manga larga, boli en el bolsillo, gafas con las patillas unidas por una cuerda - el único trabajador de guardia, al parecer no muy contento con tal condición.
- ¿Qué quieres? – la dura dicción va acompañada de unas cuantas gotitas de saliva que vuelan hasta el cristal que les separa.
- Un billete para Teruel, por favor.
- ¿Para qué hora?
- ¿A qué hora sale el próximo?
- A las 13:15.
- Eso es dentro de más de seis horas.
- Muy bien muchacho, veo que sabes restar.
- Mierda.
- ¿Perdón?
- Nada.
- Has dicho algo.
- He dicho “mierda”, pero no consideraba necesario tener que repetirlo.
- Qué modales.
- Bueno, ¿me vendes el billete?
- ¿A las 13:15?
- A las 13:15.
- ¿Ida y vuelta o sólo ida?
- Con la ida bastará, volver igual me vuelvo andando.
- Suerte con ello.
Paga, Lobo de Bar, en efectivo, con abundante calderilla para desagrado del vinagre que le atiende, mientras piensa para sus adentros “que te f*lle tu p*ta madre con un dildo con forma de Talgo”.
A continuación, decide ir a la cafetería de la estación para hacer tiempo, lamentando no haber mirado los horarios por internet, por mucho que haya sido un claro signo de respeto hacia la consigna de los goliardos: “¿por qué vas a hacer las cosas bien si puedes hacerlas mal?”.
No se atreve a emprender el camino de retorno a su cueva, está demasiado lejos, pueden ocurrirle muchas cosas en el trayecto, quizá no vuelva, y está decidido a llegar hasta Teruel. Una persona normal se informaría sobre los horarios de los autobuses, porque es muy probable que salga alguno antes de seis horas, pero Lobo de Bar no lo es y, además, se le ha antojado hacer uso de la insigne red nacional de ferrocarriles.
En la cafetería se pide un brandy con un poco de café y coge el periódico que le provoca menos urticaria para ver los resultados de las olimpiadas. Al ver las fotografías de los pódiums y las medallas siente añoranza de la competición, y de su clamoroso éxito cuando fue campeón mundial de alcoholismo.
Desde la mesa contigua del funcional tugurio llega hasta Lobo de Bar un aroma punzante y el peso de una mirada, se trata de un vagabundo que le observa con ojos cansados mientras se come un bocadillo de lentejas.
- A ti te conozco – le dice entre bocado y bocado.
- ¡Coño! ¡Jesús!, claro que nos conocemos, de otros desayunos.
- ¿Y cómo te llamas?
- Lobo de Bar.
- Ah, joder, ese nombre me suena.
- Me alegro de verte.
- A mí me da igual. Y no deberías leer esa mierda.
- ¿Las gestas olímpicas?
- No son más que un invento de cuatro políticos y burócratas para dar gloria a sus países y para vender los derechos a las televisiones
- Bueno, pero tiene mérito lo que consiguen los deportistas.
- Bah. A cualquier cosa llaman deportistas, ¿y quién cojones decide qué deportes son olímpicos? – los ojos del vagabundo se abren, cargados de ira – yo de joven fui campeón mundial de lanzamiento de azada con la izquierda, y mi penúltima pareja fue campeona universal de enceste de longanizas en fuentes públicas.
- Sublime.
- ¿Y qué coño es eso de las categorías? ¿Qué es eso del boxeo según pesos? Si hay que darse de h*stias se da uno de h*stias con quien sea – el vagabundo se pone en pie - ¿O acaso hay competiciones de baloncesto por alturas?
La camarera llama cautamente la atención del vagabundo, que ha elevado la voz muy por encima de lo razonable. Por la ventana se ve partir el tren de la mañana a Teruel, que va con retraso y que podría haber tomado Lobo de Bar si el tipo de la ventanilla no hubiera tenido tantas ganas de tocarle los c*jones, o si, simplemente, se hubiera fijado en los letreros luminosos que anuncian las próximas salidas.
No tiene éxito la camarera en su tentativa. La discusión sobre los méritos olímpicos se complica, el vagabundo declara que puede batir el récord Guinness de salto de mesa en mesa de una cafetería de estación. Para ello, se sube a la más próxima y salta a la contigua, y de ahí trata de saltar a otra, pero el impulso es insuficiente y cae de cabeza sobre ella, tirándola al suelo con las tazas que tenía encima, de las cuales bebían unos guiris que ahora miran con pánico al oloroso e intrépido saltador.
Al goliardo no se le escapa la oportunidad. Se sube a su mesa y salta a otra y a otra y así hasta a cinco, batiendo holgadamente el récord guinness, que según le había confiado el vagabundo, estaba en tres. Entra en la barra y coge y levanta una copa de balón en señal de victoria, luego abre una lata de guinness para salpicar al soñoliento y un tanto enojado público. Sólo el hombre sin hogar aplaude. No tiene tiempo, el campeón, para alargar la ceremonia, porque llegan dos agentes de seguridad y le expulsan de la cafetería con pocos miramientos y aún menor sensibilidad hacia su logro.
Aún quedan varias horas hasta la salida del tren, las pasa deambulando por la estación y bebiendo en un bar cercano del que también le expulsan, esta vez por enfrentarse a su dueño. Tal señor, entrado en años, sudoroso, camisa abierta hasta el cuarto botón, acostumbrado a opinar lo que le viene en gana - probablemente sea ese uno de los motivos del escaso éxito del garito – había hecho unos comentarios respecto al tema tratado en la tertulia televisiva matinal que hirieron la susceptibilidad del goliardo hasta tal punto que éste no pudo o no quiso reprimir una respuesta hiriente. La tensión fue subiendo hasta que los dos orates acabaron enzarzándose en una trifulca física cuyo resultado fue la mencionada expulsión del recordman.
Con el pómulo enrojecido y la camiseta rota, sube por fin al tren, un regional roñoso de butacas azules. Toma asiento y saca de la mochila una botella de whisky. Después de embocarla con deleite, empieza a leer un libro que ha comprado en la estación para amenizar su viaje. En la papelería no halló si no unos cuantos bestsellers sospechosos de lesa literatura y, dados sus gustos ferroviarios, terminó por decidirse por uno titulado La chica del tren. No es poco el esfuerzo  y la contención que aplica a la maniobra, pero cuando llega a la página noventa y siete, hastiado, se pone en pie, abre la desvencijada ventanilla y lo avienta.
Los siguientes minutos los dedica a mirar por la ventana y dejar volar plácidamente la imaginación por el árido paisaje, con la cálida compañía de su ya agonizante botella. Luego decide estirar las piernas y se da un paseo por el tren, apenas distraído por la presencia de unos pocos pasajeros, la mayoría ancianos, con la notable excepción de una estudiante de hermosas piernas que despierta su rijo.
En el camino de vuelta a su asiento entra en el baño, no para masturbarse, aunque es cierto que tal alternativa ha pasado por su cabeza, sino para orinar. Una vez expulsado el líquido, denso y oscuro, no exento de aroma, ve que no va a un depósito, sino que el tren todavía utiliza el viejo sistema de descargar sobre las vías. El goliardo, que tiene las tripas revueltas por el whisky, el traqueteo y la mala literatura, no puede resistirse a la tentación de exonerar el vientre y dejar que su deposición adorne unos cuantos metros del camino.

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