India 2008
Desde la terraza de un cuarto destartalado, terminando de preparar la mochila, echo un último vistazo al Ganges y a los Ghats de Varanasi. Es tarde. Mi tren sale en poco más de media hora y no es sencillo llegar a la estación. Bajo a trompicones las escaleras del ruinoso edificio, me despido del dueño entregándole la llave de la habitación y corro en busca de un autorickshaw. Encuentro uno. Como no puedo demorarme regateando acepto la segunda oferta del conductor, un indio bajito y con bigote, de profunda mirada. Le explico que tengo prisa, él sonríe y enciende el motor sin contestarme. En seguida avanzamos a toda velocidad, apurando al máximo en cada giro, por unas calles tan estrechas que apenas cabe el pequeño auto. Pronto llegamos a una calle principal donde el tráfico es caótico. Por suerte, he caído en buenas manos. El conductor escupe un chorro rojizo de restos de tabaco y, con el ceño fruncido, acelera adentrándose en el tumulto. Avanza sin dudar, esquiva con precisión a los pesados camiones, a los coches de mayor tamaño y a las vacas sagradas, se impone sin dudarlo a las motos y las bicicletas. Conoce su jerarquía en la jungla circulatoria. El viento, la velocidad y la sensación de peligro me hacen sentir vivo. Rememoro la confusión de los últimos días, las sensaciones acumuladas en una ciudad que me ha parecido espiritual y sucia, tan antigua como el hombre, imperturbable, completamente distinta y ajena a Occidente y, mientras observo cómo la abigarrada y quizá inmortal urbe sigue viviendo sin que el tuk tuk ni yo nos detengamos, empiezo a pensar en el tren que voy a coger, en sus vagones maltrechos y superpoblados, y en las próximas paradas de mi viaje: Agra, Jaipur, Jaisalmer, el desierto del Tar... Cierro los ojos para sentir el viento y el polvo, el humo de los camiones y puede que también la presencia de Vishnú. Cuando llegamos a la estación, derrapando cerca de la puerta, me doy cuenta de que estoy riéndome a carcajadas. He llegado a tiempo.